Pacific Grove
El Pacífico sueña
una tarde improbable de julio y de verano.
Algún velero brilla en la distancia
fundiendo el gravitar de las gaviotas
y las olas perfuman la mirada
y el sinsabor salado de los riscos.
A mi espalda, las casas de madera,
los grandes y ostentosos ventanales
que vierten a la calle sin pudor
cualquier intimidad,
las puertas y los porches adornados
con un rosario de linternas chinas
y radiantes bombillas de colores.
No había estado aquí desde hace catorce años:
La navidad después del 11S.
Aquella en que salíamos del súper
con las bolsas de plástico escupiendo
“Proud to Be American”,
aun cuando luego todos comulgaran
aquel silencio extraño colectivo,
evitando nombrar los atentados.
Por entonces no conocía a Salter
y mis padres vivían todavía.
Los tres han muerto ya. También tu madre.
Una pareja pasa y me pregunta
si he venido por ver el festival.
Les respondo que sí.
Mi inglés no da para explicarles mucho,
aunque quizá tampoco en español podría
hacerles como mínimo entender
que estoy aquí por ti exclusivamente.
Tú juegas a lo lejos al frisbee mientras tanto.
Paras por un momento. Me miras. Me sonríes.
Saludas con las manos por el aire,
como si fueran pájaros suspensos,
y regresas al juego entre los árboles.
Esta noche tendremos en la playa
fuegos artificiales.
(Pacific Grove, 2023)
Bodie
A Tadeusz Kantor
Los fantasmas de Bodie resucitan
el aroma a manzanas de casa de mis padres,
a la ropa guardada en los armarios
con lavanda y membrillo,
al jabón que impregnaba las manos del abuelo.
La clase muerta de Kantor palpita,
tras los cristales rotos de la escuela,
una pausa sin tiempo de pupitres
y marchitos cuadernos de dos rayas.
En el perchero cuelgan las batas escolares,
donde habitan informes
los niños que perdimos para siempre,
esperando quizá que una mirada
los perfile de nuevo en la penumbra
de las sucias paredes.
Un ovillo de lana sobre una silla rota
florece una bufanda inacabada.
Sobre la mesa del maestro, un libro
deletrea una hilera de hormigas silenciosas
y apolillados huesos de ratones
y una esfera terrestre se consume
en el polvo infernal de todas las batallas
que lamen las heridas siempre abiertas.
Los fantasmas de Bodie recorren clandestinos
un enjambre de casas derruidas
y nostalgias que llueven en la piel
la cicatriz de un sol que se desploma
sobre el viejo Belchite del año 37.
Tu padre me pregunta
si en España tenemos desiertos y autopistas.
(Pacific Grove, 2023)
Driving
Más allá de los árboles y del cerro rojizo
que se diluye en sangre cuando llueve,
un coche azul avanza decidido
en dirección al sur.
Un águila planea silenciosa
sobre el ocre sopor del mediodía
y el aliento del aire se derrite
en la espalda rugosa del asfalto.
Te detienes y miras.
Hay algo extraño, aunque la escena sea
tan gris como el tictac de los relojes.
Has visto tanto cine
que podrías sin duda improvisar
en solo dos minutos
cincuenta mil historias,
novelar dramas varios, escribir tres guiones
y barajar secretos y conflictos,
estudiando los gestos
del conductor que, ajeno a tu mirada,
apenas parpadea
y prosigue su viaje impenetrable.
Pero no te da tiempo.
En un fugaz abrir y cerrar de ojos,
suena un disparo
y la tarde fenece de repente
como una hoja de chopo pintada en blanco y negro.
Punto final.
Se desvanecen todos los colores
y el sur se hace promesa inalcanzable.
Sin saber bien por qué, echas de menos
el canto abrasador de las chicharra
(Pacific Grove, 2023)
Ha regresado enero a las ventanas
de la casa vacía
y el cierzo desvanece poco a poco
el rastro de las últimas macetas
y flagela las hojas de la rama de olivo
atada a los barrotes del balcón.
En la penumbra húmeda de las habitaciones,
reverberan las llamas de todos los candiles
que cuelgan todavía en la cocina
y afirman la epidermis de otro tiempo.
El fantasmal silencio sobrecoge,
desanuda en el aire detenido
un olor que perdura, como costra invisible,
cubriendo las paredes y la cómoda.
El maullido de un gato en la distancia
florece un fogonazo de imágenes perdidas.
Mi madre y mis abuelas se casaron de negro;
negro el carbón también que alimentó la casa
cuando el hambre barría la escalera;
negro el vagón donde el cincel curtía
la ola inexorable de los sueños.
Mi padre me despierta con un vaso de nieve
endulzada con mosto
y el primer sol de invierno se desborda
sobre el lecho de mármol
que sepulta a los grillos de mi infancia.
(Arrecife de sombras, 2020)
Deshilachándote.
Como si al borde de un acantilado,
trepando muslo arriba,
las gaviotas volaran plumas ciegas
y voraces pupilas
por las frías estepas del tejano.
El aliento tan próximo de una boca invisible
y el roce de unos dedos, que anónimos conquistan
el salobre dulzor del oleaje,
enarbolan el mástil de tu barca
paralizándote.
En la inviolable luz de la pantalla,
donde un estibador le promete a la chica
un camino plagado de aventuras,
la piel es otra cosa
y los labios escriben, secuencia tras secuencia,
la infinitud de un beso inabordable.
Deshilachándote.
Como si cada tarde el faro de tus días
tuviera que alumbrar en el exilio
la sed de otro naufragio.
(Arrecife de sombras, 2020)
Desbrozar el dolor hasta la médula;
descubrir su raíz, donde el cáncer postula
las llagas lacerantes de un abismo;
sajar a sangre y fuego su airado corazón
y despeñarlo luego, con la mirada limpia,
al indulgente aljibe del recuerdo.
Verlo flotar sumiso, como si fuera solo
reflejo de una nube caprichosa;
verlo hundirse, vencido para siempre
en el abrazo mudo del agua con la arena,
y respirar tranquilos, con los ojos abiertos,
la esencia de las horas.
Azul intenso el mar lo reconvierte en algas
-los peces ya celebran su alimento-
y en el balcón abierto del aire detenido
los pájaros comulgan con la espuma
el latido sin voz que destila tu vida.
(Arrecife de sombras, 2020)
Será el amor tal vez lo que nos duela un día
y, a su pesar, nos ancle en la vereda
del río que hasta aquí nos ha traído,
tan mansa y fácilmente.
No tuvimos que hacer salvo oficiar
el rito milenario de los ángeles
y escuchar la deriva de los peces,
la canción de las piedras y las algas,
que acunaban devotas la aventura
y el rumbo de los barcos.
No tuvimos que hacer
salvo esquivar la sed de las orillas,
el imán de las ciénagas sin fondo,
los anzuelos ocultos en los árboles
y avivar el perfume que en silencio
seguían inflamando las violetas.
No tuvimos que hacer salvo cuidarnos.
Y ahora que el rescoldo de la noche
se empeña taciturno en abrasar las horas
y desgranar las dulces cicatrices
de todo lo perdido,
quiero apurar infatigablemente
los pétalos insomnes de todo lo ganado.
(Donde la piel no llega, 2020)
Me acariciaba el pelo y yo le sonreía
y el agua coronaba la horquilla de la noche
con una luna blanca, fugaz como un relámpago.
Sus dientes en mi cuello, haciendo que un mordisco
dibujara la herida invisible del éxtasis
y el corazón latiera purpurina
bombeando cascadas de océanos sin peces,
mientras la piel fundía en la garganta
una hoguera de rascacielos líquidos.
Me acariciaba el pelo y me mordía
y era todo un suspiro de arcángeles desnudos,
soplando lentejuelas contra un reloj parado.
El aire detenido. Sin sangre apenas ya.
Y yo le sonreía.
Sigue dejando abierta la ventana.
(Donde la piel no llega, 2020)
Hoy le has puesto al cebiche
trocitos de aguacate y de sandía
y juegas distraído con el plato
sin apenas mirarme
dejando que la música ponga voz a la casa
y enhebre en el silencio los recuerdos
de aquel primer cebiche que probamos en México,
hace ya tantos años,
cuando ni tú ni yo siquiera suponíamos
que fuéramos a ser compañeros de vida
y no solo de viaje.
El sabor de la lima me aventura
a la acidez violenta de besos y de pieles
que, antes de ti, tatuaron cicatrices
y hematomas sin nombre.
El intenso color de la sandía
revive sin embargo, inesperadamente,
aquel lunar balsámico de rojas camisetas
que pintamos, a tientas, una noche furtiva
sobre el lecho imprevisto del rellano,
o el campo de amapolas donde probé tu sangre,
o el terso resplandor de tus pezones
buscando naufragar una y mil veces
en las ciegas mareas de mi boca.
«¿Te gusta?» -me preguntas, entre inocente y cómplice,.
«Los rojos nos persiguen» -te respondo.
Algo en tu largo beso me anticipa
que estás pensando hacer para comer mañana
gazpacho de cerezas.
(De mil aromas. Poemas gastronómicos, 2019)
(Donde la piel no llega, 2020)
No me llamo. No soy. Pero todos me ven
y, por más que lo intento, no consigo la fórmula
para hacerme invisible o partícula de aire.
Soy la bola de sebo que calienta el pupitre;
el niño repelente o el tonto de la clase
que, por h o por b, es objeto de burla.
Soy el niño miope, el gafotas de turno,
el llorica, el gabacho, el marica, el tres pies;
el que a la hora del patio se junta con las niñas
y no juega al balón; el sudaca, el morito,
el contador de cuentos y no de chistes verdes.
Soy el raro, el feúcho, el que no tiene padre,
el que no te secunda ni te ríe las gracias,
el que pide disculpas si lo tiene que hacer.
Soy el niño apocado que no incendia las redes,
el felpudo que logra hacerte a ti más macho
ante tus propios ojos y ante los ojos ciegos
que celebran tus bromas de indudable mal gusto.
No me llamo. No soy. Y no soy invisible.
Pero un día seré.
Pero un día seré.
(Ella, la igualdad. Antología Poética, 2019)
Ruge en tu piel la lava de un deseo
que ni siquiera entiendes todavía,
aunque hayas aprendido tan temprano
que has de sellarlo a fuego si no quieres
que ese mismo volcán que lo alimenta
te desfigure el rostro y configure
la inútil cirugía de las máscaras.
Cegada luz y anestesiada voz
en la cárcel de carne en la que habitas.
Solitario invisible de centauros
lamiéndote la sangre que, entre sábanas,
presagia ya la herida silenciosa
y el llanto clandestino que, en el llover lo días,
ni limpia ni redime ni consuela.
Pausa voraz columpia los destellos
anclados en tu noche adolescente,
a merced de un confuso abecedario.
Quizá algún día el mar; quizá las olas
que algún faro lejano te concedan
conjuren en la magia de tus labios
la soledad de un beso impronunciable.
(Equilibrar los tiempos. Antología Poética, 2019)
A pesar de este frío
que barrena la yema de los dedos
y congela los labios,
no ha caído la nieve todavía
y tiritan los pájaros
un tobogán de nubes
o una mancha de sangre en los cristales.
No has sabido besar en el silencio
el camino dormido donde el aire
se detuvo una tarde. Me interrogas.
Flagelas los cerezos. Desanudas
las venas clandestinas
que apenas ya detienen la hemorragia.
A pesar de este frío,
anticipo tu próximo mensaje
diciendo que me quieres.
(Climogramas de estación emocional, 2015)
Volar la música que crece entre las algas
de esta casa marina que habitamos
y, una mañana más, ahogarme entre los peces
mientras tú me sonríes en silencio,
lloviendo en mi garganta los días que vendrán.
(Climogramas de estación emocional, 2015)
Pellizco tus pezones mientras comes cerezas.
Vas dejando huesitos casi rojos
sobre colillas blancas y ceniza
mientras yo voy contando los lunares
de tu vientre desnudo. Te estiras como un gato;
te arqueas persiguiendo la humedad de mi boca
y el rítmico estribillo de mis dedos.
Entumece la música de fondo
de un anuncio en la tele
la plácida cadencia de un gemido
y me apartas el pelo de la cara,
rojos también tus labios.
Se estremecen los pliegues de tu piel;
tensas los largos huesos de la noche
bajo una serpentina de músculos despiertos
y de estrellas fugaces.
Definitivamente tendré que hacer un Facebook
y empezar a colgar alguna foto
que dé veracidad y atestigüe ante el mundo
esta pornografía de emociones
y sentimientos íntimos.
(Climogramas de estación emocional, 2015)
Ahora vete…
Si sólo buscas la fácil humedad
del cuerpo sólo, del humo la palabra;
si sólo esperas la luz de la mentira
que a la luz se hace sombra y se evapora;
si abrazas sólo un sinsabor de olvido;
si es un acuario acaso lo que buscas
donde alojar los peces que, esclavo tú, esclavizas,
veta ahora -te digo- y no me nombres,
porque no he sido yo ni tan siquiera
el que has creído ver al borde de tu boca.
Mas si es consumación, cuchillo y hueso;
si es sangre insobornable lo que anhela
el sueño más profundo de tu noche,
quédate y no te vayas…
Bésame sin reposo, en carne viva,
antes de que mis labios cicatricen el llanto
de la herida final que todo lo consume.
Quédate y no te vayas… ¡quédate!…
si es el oscuro pozo donde la piel no llega.
(Donde la piel no llega, 1992)
Tormenta de verano.
Sangran los árboles
una humedad extraña y fugitiva
sobre el temblor desnudo
de la piel indiscreta.
Un perro ladra.
Persigue sueño abajo
una negra paloma inexistente.
Rezo tu nombre.
¿Dónde cae la lluvia cuando el cuerpo
se consume en la boca de un vampiro insaciable?
Deja abierta esta noche la ventana.
(Donde la piel no llega, 1992)
Te masturbas al sol bajo las moscas
y la mirada atenta de los ciervos.
Celosa la montaña te protege;
recorre con sus dedos complacida
las grutas sudorosas de tu carne
y, hambrienta de humedades, te devora
en un acto de amor irrepetible.
(Donde la piel no llega, 1992)
Te has ido.
Rasgo incierto del aire o la memoria
que se vistió de pez. No queda nada.
El polvo se evapora como niebla
y un sol de invierno raya la voz,
dormida todavía en los espejos.
El rastro que has dejado no perturba
la claridad del agua ni las sombras
del beso último
-el beso que no duele ni complace
porque los labios son ya solo cera
de la llama indulgente de otra vida.
No queda nada. Nada.
La sangre espera que el corazón anude
el aliento profundo de la aurora.
(Por el frágil camino de la seda, 1991)
Mientras la luz fallece y tú te escapas,
un gusano de seda
-acaso una luciérnaga-
se estrangula la piel y se interroga.
Todo es silencio y noche.
Ni tan siquiera el bálsamo remoto de una estrella
perfuma la mirada rendida que se hiere
al borde del olvido.
¿Dónde escanciar el triste sedimento
del inmenso silencio y de las lágrimas?
¿Cómo nacer al aire si se apuró el oxígeno
y la garganta tose fríos hilos de seda,
y no el polvo dulcísimo de los labios radiantes
que obraron el prodigio del beso en nuestra boca?
Oscuridad de sangre detenida en la pausa
que no anuncia ni el germen clemente de un latido.
Todo es ocaso. Todo es silencio puro.
Un gusano de seda se despeña.
Mientras, la luz se escapa y tú falleces,
lejanamente ausente e insensible.
(Por el frágil camino de la seda, 1991)
Eras la antorcha en vuelo; la sirena
a la vida sin trampas abrazada;
contra la muerte, lucha encarnizada;
rebeldía y misterio; frágil vena
imposible de nubes con arena.
Eras hueso y espina erosionada;
sobre un mar nunca visto, madrugada;
oceánico beso y dulce pena
clavada en la garganta de los peces
terrestres. Eras el aire; la amante
siempre sola; la siempreviva roca
barrenada a diario tantas veces.
Y te hicimos palabra -ya es bastante-
para llevarte a ratos por la boca.
Antes de ser ceniza,
cementerio de vidrio indescifrable,
a la niña desnuda silenciosa del alba
le ofrendarás la sangre caliente de tu sueños.
Después, cuando despiertes,
seguirás preguntándote
por qué siempre recibes jeroglíficos,
si esperas solo cartas.
(A caballo entre cáncer y regaliz de palo, 1983)
Hubo una vez un soldado de nieve
dormido en el pajar de la memoria
y una lámina triste, como un rinoceronte,
abrigando el volumen de ese nudo que mata
-a golpes de fatiga-
a las tres de una tarde sin sueño de verano.
La nostalgia era entonces
un abrazo al oído de letras misteriosas
o un presagio viable de mocos y sandalias
afilando sin más la voz y la estatura.
Hubo una vez -lo intuyes-
un hermoso proyecto de niño sin futuro.
(A caballo entre cáncer y regaliz de palo, 1983)
Casi como en un sueño,
la luz sin luz azul del soldado galáctico
se esfumará caliente en la ceniza
del barro que no ciega.
La palabra y el beso
-amor, no tardes-;
la gaviota en el ojo
-mentira boquiabierta de un pañuelo homicida
blanco, continuamente blanco,
casi como en un sueño-.
Estuvimos tan cerca de la carne
que nos nació un perfil en la cabeza,
a caballo entre cáncer y regaliz de palo.
(A caballo entre cáncer y regaliz de palo, 1983)
Solo cerrar los ojos
y entrar en los pulmones mezclado con el aire;
sentirte dentro
sabiendo al mismo tiempo que ya no eres
envoltura de carne,
donde aniden el polvo y la saliva amarga de las moscas
que te vienen lamiendo desde niño.
Geografía ausente
de latidos informes e insonoros
que flotan por la estancia como algas aéreas,
sin vértigo, sin ese dolor fuerte
que te mordió el insomnio tantas noches
y te hizo eyacular precoz sobre las sábanas
un enjambre amarillo de pupilas cortadas
y paramecios muertos.
(Geografía ausente, 1982)
¿Qué hubo antes del mar;
antes de nuestros ojos – pupilas confundidas
erosionando el pubis de un sol deshidratado;
antes de nuestras ingles – volcán de lluvia blanca,
habitado por algas y animales marinos?
¿Qué hubo antes del fuego;
antes de consumirme en tus pezones tibios
-dulzura abotonada
sobre un espejo humano de barro combustible;
antes de que las bocas, en una boca sola,
inflamaran antorchas de pasión sin memoria
y ocultos surtidores de líquidos calientes?
¿Qué hubo antes del aire;
antes de que tus alas injertaran el vuelo
para rozar sin vértigo el vientre de los astros;
antes de respirarte y respirar contigo
los callados secretos que la tierra dormía;
antes de que tu aliento – relámpago invisible
penetrara mis poros suavemente
alojando en la carne gotas de luz y vida?
¿Qué hubo, di, qué hubo?
¿Qué hubo antes de amarte?
(Geografía ausente, 1982)
Un día
apagaré el amor
así,
como si nada,
como se apaga el tocadiscos
el butano
o la vela
y mentiré mentiras en voz baja
al tic-tac sólo mío
que lates
a tu paso
desde hace…
cuánto tiempo?
o si no
le bajaré el volumen por lo menos
aunque me quede afónico.
(Mástil de nubes, 1981)
bocanadas de piel
historia-sin-historia contra historia
Amén…
no vengas a decirme al cabo de mil años
que te escuece en la boca una saliva extraña
presuntamente mía, por ejemplo.
(Mástil de nubes, 1981)
Pensabas encontrar al vendedor de globos
que vive en la azotea de los sótanos
o a la niña miope
que nunca logró ver más allá de la infancia.
Pensabas encontrar charcos llenos de ranas;
niños en calzoncillos
dibujando en la arena caballos de cartón;
mariposas de esperma volando juguetonas
por las flores rizadas de tu griposo pecho.
Pensabas encontrar a la luna borracha
vomitando en la esquina
o al caballo de copas disfrazado de monja…
y solo había humo,
autobuses,
semáforos
y un rostro repetido
pintado en los cristales de todas las ventanas.
(Tangos de la luna en lila, 1980)